Antigua Vamurta

la mejor fantasia

La historia de Antigua Vamurta nos adentra en un mundo antiguo y fantástico. Un lago para la literatura fantástica. Vamurta es un libro de fantasía épica atípico, con corazón de novela histórica. Antigua Vamurta se divide en dos libros, reunidos en Antigua Vamurta - Saga Completa.

Aquí encontrarás los enlaces a todos los escritos publicados sobre la saga Antigua Vamurta, incluida el dónde descargar la saga de fantasía completa.¡Abre la puerta! ¡Jamás te parecerá tan real la literatura fantástica!


La publicación del Libro          
    Los tres primeros capítulos.

    Los Tres primeros capítulos de Antigua Vamurta. Pinchando en los enlaces para fragmentos largos en el blog de «Mundo Vamurta» o pinchando en la etiqueta de este blog, «La novela», para fragmentos más cortos y con mayor número de comentarios.     
     Los Cuentos de Vamurta.



      • Añado las primeras páginas de la novela de aventuras y fantasía Antigua Vamurta:

      « Desde donde se hallaba se podían escuchar susurros que se perdían. Llegaban luces oscilantes, las blancas luces del sol. Hacía calor y sudaba. El dolor de la herida había crecido hasta colmar su cuerpo y doblegar su voluntad. Al entreabrir los párpados, le pareció que unas sombras atravesaban los haces de luz que se proyectaban sobre su cama. Intuyó que no se encontraba solo, que algunos lo acompañaban. Desde el exterior llegaba el rumor de una ciudad, una ciudad que jadeaba asustada. Logró razonar unos instantes. «Los dioses que tanto me han dado, hoy parecen negármelo todo».
      Los recuerdos de esos últimos días se entretejían, sumiéndolo en la confusión y la pérdida. ¿Eran palabras lo que oía o el rumor del oleaje? La fiebre volvía a galopar en sus arterias, tiritaba como un niño. Alguien aplicó una tela húmeda y fría sobre su frente ancha. Sintió que la piel, áspera y gris, era refrescada por una leve corriente de aire.
      La realidad se fundía de nuevo, esas voces se alejaban, los claros en la habitación desparecían. Cerró los ojos. Necesitaba ordenar, necesitaba saber dónde se encontraba. De golpe, se incorporó de la cama. Gritó, preguntó por su madre con desespero hasta que flaqueó, desplomándose sobre las sábanas para volver a navegar entre pesadillas. El incienso que se consumía en la estancia aligeraba el peso de sus propios olores, el hedor de un enfermo mezclado con las secreciones de la herida. Volvió a un estado de duermevela, sumergido en un baño de emociones. En aquel rincón de reposo el mundo era un lugar sin tiempo.


      Debía de ser muy pronto. Cerró y abrió los puños, se palpó la cara con prudencia, como si concibiera la posibilidad de descubrir a otro. Haber perdido el paso de los días y de las noches le producía una vaga sensación de vértigo. La fiebre había remitido. Ahora era capaz de observar su entorno y volver a situarse.
      El techo de la cámara era un gran lienzo, escenas de combates de los padres de su pueblo. Se habían aplicado pocos colores. Dominaba una textura ocre punteada de azules y tonos más oscuros. En el centro del fresco, un grupo de hombres grises traspasaban con largas lanzas los esbeltos cuerpos de los murrianos, agrupados en un extremo del mural, dibujados con una idéntica expresión de terror, alineados como si se tratara de un rebaño que espera el sacrificio. Algunos intentaban escapar y eran dibujados huyendo a la carrera hacia el otro extremo del mural, ahí donde se vislumbraba el horizonte bajo el que se distinguían las grandes montañas del oeste. A la derecha estaba representada Vamurta, con su gran anillo amurallado. De la ciudad salían filas y más filas de soldados, los cascos azulados, bajo los estandartes negros y blancos del condado.
      Su mirada abandonó el fresco, desplazándose hasta la pared que tenía justo enfrente. Encontró una amplia estantería de roble que llegaba hasta el techo. Ahí se guardaban gruesos volúmenes de cuero viejo. Libros de doctrina religiosa, de ciencia y arte, las Leyes Dantorum, tomos de caza y algún tratado naval.
      Era su habitación. Veía el armario de armas abierto a la derecha de la balconada. Tamizada por delgadas cortinas blancas, se filtraba la claridad fría y limpia del amanecer.
      El dolor volvía a quemarlo como un fuego sin llama. La pierna. Un dolor negro y silencioso que conseguía romperlo. ¿Qué había pasado? Se retorcía sobre las sábanas, cerrando los puños con fuerza. Dejó escapar un alarido. ¿Cuándo? ¿Por qué todo se despedazaba? Sus certezas y recuerdos temblaban. ¿Qué hacía en su propia cama, herido? Sabía que nadie los había visto llegar. Se mesó la negra barba, de pelo liso, después el rostro de piel ligeramente gris, propia de su raza. Estiró el pie izquierdo hasta notar cómo los huesos crujían. Recordó lo vivido, los acontecimientos que se habían sucedido con gran violencia, uno tras otro sin que nadie ni nada los pudiera contener. Los hombres grises no estaban preparados. Nadie había previsto la ofensiva del pueblo murriano.
      Le pareció recordar que había despertado dos jornadas atrás en algún punto cerca de la capital, tras la batalla, aunque no estaba seguro. Estaba allí, aturdido sobre hierbajos a merced del viento. Se había medio incorporado sin entender dónde se encontraba. Rememoró el desconcierto de aquel que vuelve a la vida en un paisaje fúnebre que no reconoció. Sombras, manchas de luz mortecina. El cielo, una gran franja azulosa apagándose, se extendía por encima de la línea del montículo que se elevaba frente a sus ojos. El silencio del crepúsculo, cuando los latidos del día se retiran.
      Desde su cama recordó ese lugar incierto en el que recuperó el conocimiento. Tras la contienda. Obligado a permanecer de rodillas, mareado, exhausto, atormentado por una terrible sed. No sentía la lengua ni los labios cuando volvió en sí. Sabía que necesitaba agua para abrir esa masa de arena que era su boca. Le llegó un rugir lejano, lamentos diluidos por la distancia. Volvía a caer. Era incapaz de levantarse. Muy confundido todavía, sus manos aterrizaron sobre algo frío y viscoso. Se miró las palmas de las manos. Rojas, aquello que se adhería a su piel gris era sangre. El espanto. El miedo le devolvió los sentidos. Se encontraba rodeado de cuerpos sin vida, se había incorporado de entre los muertos.
      Vislumbró bultos, hombres y mujeres cubiertos de barro seco, manchados, algunos agarrados al asta de las lanzas, ahí una mano aferrada al pomo de una espada. Una gran extensión sembrada por los restos de la batalla, un campo reventado, como un naufragio. Cuerpos amontonados siguiendo las ondulaciones del terreno, acariciados por la luz morada del anochecer. Volúmenes inmóviles de los que sobresalían cabezas, banderas arañadas y brazos.
      Sobre el manto de los cuerpos inertes, los buitres trazaban amplios círculos hasta aterrizar con gran parsimonia sobre los cadáveres para desgarrar y tomar su tajada. Oía a su alrededor un aleteo incesante, los grandes pájaros levantando el vuelo, allí había uno dando pequeños brincos entre los muertos. Intentó entender qué había sucedido.
      Solo, al pie de una loma de piedras, abrasado por la sed, sucumbió al impulso de remover los cuerpos, frenético, sin percibir el gran hedor que, como una niebla espesa, se adhería a todo lo que estuviera a ras de suelo. Levantaba piernas, giraba barrigas, volteaba corazas, hasta que encontró un pellejo de agua.
      No había mucha, dos tragos cortos. Exhaló aire. Inmediatamente después de beber, su olfato percibió todos los matices de la podredumbre. Notó un golpe bajo su esternón, hasta tres veces sintió la subida del vómito...
      Consiguió dar dos pasos. Había que subir hasta esa loma. Debía huir de ese lugar.


      ****

      Eran tres doctores. Enseguida reconoció al joven Ermengol, amigo y médico de palacio. Explicaba a los otros dos colegas el estado del paciente, acompañando las sentencias con leves inclinaciones de cabeza.
      —Debilitado, sí. La punta de la lanza le ha arrancado musculatura, no mucha. Por fortuna no ha roto ningún hueso ni las vías de sangre —dijo, a la vez que paseaba arriba y abajo, haciendo oscilar la túnica verde noche de doctor de la corte—. La herida ha sido desinfectada con raíces de osspirrus, lavada y cicatrizada con hierro candente. Hay que esperar. Ver si la carne se pudre o no. El golpe en la cabeza no es nada. Este hombre ha sufrido un cuadro de fiebre alta, de agotamiento físico... Saben los dioses dónde habrá estado estos últimos días...
      El diagnóstico había sido más benigno de lo que podría parecer por su aspecto. Los tres médicos guardaron silencio al tiempo que observaban al enfermo, que se revolvía en su lecho, inquieto, sudando y abriendo mucho los ojos. Los observó un instante con la mirada del ido. Se incorporó con violencia.
      —¡La ciudad arderá! ¡Arderá con todos dentro!
      —¡Ya habla! —exclamó, sorprendido, uno de los doctores.
      —No debéis moveros ni hablar, señor —sentenció Ermengol, empujando suavemente al enfermo contra la cama.
      —La ciudad está perdida, ¡escapad! —vociferó, desgarrado.
      —¡Rápido, hierbas de Alou! —ordenó Ermengol.
      Los vapores de las hierbas lo devolvieron a un sueño profundo.
      De aquel sueño nació una densa bruma de la que emergía su ciudad como un navío extraviado. Cuando la urbe ya se había alzado, brillando sobre un mar de estratos nubosos, empezó a resquebrajarse hasta que, de repente, se hundió en muy poco tiempo, como si algo la hubiera aspirado abajo, abajo, mientras él presenciaba el hundimiento, impotente, desde una torre lejana donde se sentía encadenado por un encantamiento que inmovilizaba sus piernas, las manos, su corazón. La imagen se desvaneció. Entonces vislumbró un gran torrente de agua y de entre esas aguas emergía su madre. Parecía muy joven y le hablaba. No podía comprender sus palabras, solo recordaba que le decía algo. Su madre continuaba hablando y hablando y sus labios mojados describían una sonrisa permanente. Lo tomó del brazo y lo condujo a algún sitio.
      Era el Palacio de Verano y ya no llovía. Miraban las grandes encinas, de hoja oscura, desde un balcón alto. Ella sonrió y, luego, golpeó su pierna con furia. Dejó escapar un grito de dolor y despertó en sus aposentos.
      Apretó las mandíbulas, sus dientes mordieron el aire. En la habitación reinaba la noche. Dos velas ardían sobre la mesa, a su lado un viejo sacerdote dormitaba en una silla con las manos recogidas en el regazo. La herida aún palpitaba punzante, pero su cuerpo cansado parecía haber recobrado un cierto vigor. ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿El sol estaba a punto de asomar por el balcón o era medianoche?
      El dolor en la pierna ya no mandaba, era intenso pero podía pensar.


      Su mente viajó otra vez hasta el lugar donde volvió a la vida tras el combate. Se hallaba tumbado en la cima de aquella loma. Había llegado hasta arriba y desde allí divisó el amplio valle que se extendía alrededor de las viejas murallas de la capital. Vamurta. Más allá, sobre las finas líneas de las playas, siguiendo la hendidura del golfo en el mar, se destacaban multitud de puntos salpicando el azul cobrizo de las aguas. La flota del condado, la última vía de escape.
      El mar era aún territorio del hombre gris, pero no había dudas sobre el descalabro. Decenas de centurias de murrianos formaban alrededor de la gran urbe. Detrás de la infantería enemiga, grandes rinocerontes de tiro, resoplando con fuerza, cargaban sobre sus lomos las largas serpientes de fuego que habían derruido los muros de las ciudades grises del oeste. A la derecha del ejército murriano, y siguiendo el camino de poniente, veía avanzar ocho torres de asedio, que eran arrastradas por el esfuerzo de hileras de bueyes uncidos que, a cada tirón, hacían tambalear esos monstruos de madera.
      El cerco estaba casi completado. No podía apartar los ojos de aquel espectáculo ejecutado con absoluta precisión. El enemigo era un enorme hormiguero desplazándose en perfecto movimiento, deslumbrante, el metal de las armaduras arrancando destellos a las últimas luces del día; un hormiguero que cruzaba los extensos rectángulos de los campos de trigo, derruyendo uno a uno los vetustos caserones de los barones erigidos sin orden por el amplio valle verde y dorado de los hombres grises. Los murrianos rasgaban los colores de su condado con las lenguas fulgentes de sus armas. Banderas ocres, el rojo de los incendios provocados en su avance y el negro de las muchas columnas de humo que se levantaban para diluirse en el vasto cielo encarnado de la tarde.
      Lejos, al pie de las puertas de la ciudad, podía distinguir algunas formaciones dispersas de los suyos, aguardando, esperando a que la masa que se acercaba se arrojara sobre ellos. Casi parecían niños. Sobre los muros y sobre la Torre de Oriente se amontonaba la guarnición de la ciudad, expectante. Cuando aún se sentía incapaz de apartar los ojos de aquel despliegue de fuerzas, se frenó el monótono avance del enemigo.
      Levantó las cejas, torció la boca seca, esbozando una sonrisa. Un pequeño grupo de guerreros grises, quizás unos doscientos, corrían hacia Vamurta trazando una diagonal por entre dos grandes grupos de murrianos. Avanzaban a media carrera soportando el peso de armaduras pectorales y escudos de rodela. Era un cuadro erizado de lanzas, una mancha plateada vista desde la distancia que contrastaba con los tonos ocres oscuros de los estrechos bancales que formaba el enemigo.
      Las tropas que defendían Vamurta reaccionaron intentando una salida para cubrir a los que llegaban, pero las dos falanges grises usadas en la intentona de rescate tuvieron que retroceder ante la intensidad de la lluvia de proyectiles con que los murrianos respondieron.
      Aquellos desesperados seguían corriendo. Podía intuir el esfuerzo, el propio armamento condenándolos a una carrera lenta, el sudor, el cansancio... A unas señales de bandera, dos brigadas de arcabuceros murrianos giraron ordenadamente hacia la derecha, encarándose a los que corrían. A su vez, dos grandes grupos que no logró distinguir, iniciaron un rápido movimiento para cortar la marcha de aquellos hombres. Los murrianos, propulsados por sus desproporcionadas piernas, recortaban las distancias con una facilidad pasmosa. También identificó compañías de piqueros enemigos moviéndose hacia las murallas para formar una segunda línea de contención.
      —Corred, corred —murmuró, aunque ya era evidente que los hombres grises nunca llegarían a su ciudad.
      A contraluz, observó cómo cada uno de los grupos levantaba grandes nubes de polvo sobre los campos y entre los frutales incendiados. Ya no distinguía nada. Poco después, aquellas estelas de polvo coincidieron y colisionaron. Se escucharon las detonaciones de los arcabuces a intervalos regulares y, en la lejanía, el estrépito del acero desafiado por otro acero. Pronto, los ruidos cesaron y el polvo volvió lentamente a posarse sobre la tierra.
      Lleno de impotencia, impaciente, empezaba a entrever los resultados de aquella desigual pugna. Observó que los bultos que se amontonaban eran los cuerpos tendidos de sus hombres. Se maldijo, tiró de su barba hasta hacerse daño. Quiso gritar. Todo aquello era evitable, ¡todo!, tantos muertos… El gran burgo cercado, la vana esperanza de una ayuda que no iba a llegar...
      Aquella escaramuza despertó en él grandes dudas. Cansado, abotargado, veía como un suicidio atravesar los anillos del asedio. Los tres tradios que lo separaban de los muros eran recorridos constantemente por fuertes patrullas enemigas. Una distancia enorme. A campo abierto era del todo imposible no ser cazado. Se mordisqueó los labios. Sabía que los murrianos eran capaces de recorrer las extensas llanuras de Ibam y podían sobrepasar con facilidad a cualquier hombre. Era necesario esperar la llegada de las sombras. Quizá sería más fácil para un solo hombre. Cruzar las líneas murrianas en silencio...
      Hacía falta esperar. Retrocedió, bajando hasta media loma, arrastrándose sobre las piedras. Consiguió parapetarse entre unos matorrales, ladeado. Cerró los ojos, dejando que la brisa del crepúsculo secara el sudor que bañaba su cuerpo.


      El Consejo de los Once había subestimado aquella nueva guerra. La había considerado como otra fase en la larga lucha entre hombres grises y murrianos. Nadie creyó que habría tres grandes batallas perdidas y aún menos que se pudiera llegar al sitio de Vamurta. Nadie había advertido tal reorganización de los ejércitos murrianos. No habían llegado noticias de sus nuevas armas de fuego, capaces de romper madera, hierro y carne.
      «Nos abaten como a conejos», pensó. Él, orgulloso de su mundo, de su linaje. Era el fin de la civilización, tan segura de su paso sobre la tierra. Y sí, habían estado sesteando, pendientes de los asuntos de las colonias, la vista puesta también en los territorios que se extendían al sur, siguiendo la costa del Mar de los Anónimos, una tierra habitada por clanes que se diluía en las arenas del desierto. «¿Qué hay más allá?», se había preguntado muchas veces. Otro mundo aguardaba.
      Esas bestias habían llegado desde el oeste profundo, huyendo de algo. Su padre ya había combatido a los murrianos muchas primaveras atrás. En aquella época nada podía frenar las cargas de las falanges. Los guerreros grises estaban acorazados de la cabeza a los pies. Sus mejores hombres, la infantería pesada. El Batallón Sagrado, llamado Falange Roja... Eran los tiempos de la superioridad, cuando su padre capitaneaba las huestes y su madre, el palacio. La recordaba con sus duras exigencias, maestra de la corte, valedora de mercaderes y grandes artesanos y a la vez, si los vientos giraban y sus protegidos caían en desgracia, su voz podía ser una silenciosa daga en las entrañas. También evocó su juventud lejos de las mujeres. ¿Quién se atrevería a acercarse al hijo de la condesa?
      Su mente volvió a aquel desastre. Era evidente que los informadores al servicio de Vamurta se habían limitado a cobrar para dar parte de sandeces, o incluso habían sido corrompidos. Malditos todos. Maldito cada uno.


      Caía la noche sobre el valle. Ya no se oía el aletear de los buitres. Pronto aparecerían las alimañas para cobrar su recompensa. Nada podía hacerse por los muertos. Todo había sucedido tan rápido... Recordaba las últimas batallas como una sola. Las tropas grises formadas en líneas, los intentos de carga, los rápidos repliegues del enemigo a la vez que las falanges eran sometidas a una lluvia de fuego, dardos y lanzas desde los flancos hasta convertirlas en masas esponjosas sobre las que caían los jinetes de Ulak, lanzados desde atrás, montados en sus temibles ciervos de combate. Aquellos odiosos murrianos de montaña, sus largas lanzas como agujas. Luego llegaba el resto, aguijoneándolos, rompiéndolos...
      La garganta volvía a quemarle. Era incapaz de tragar un poco de saliva. No podía concentrarse en nada, la sequedad lo absorbía todo. Decidió arrastrarse hasta la llanura en la que había sido herido. Rebuscó entre los cadáveres, ya con signos de rigidez, tembloroso, hasta que encontró otro odre. Lo sacudió y escuchó el sonido del líquido. Lo abrió con mucho cuidado, bebió poco a poco, gota a gota, sentado en medio de ese campo de muerte y olvido. Pudo mover la lengua, la arrastró por el paladar, después entre los dientes. Se sintió un poco más vivo. Debió de perder el conocimiento, quizá por un golpe en la cabeza. El casco, seguramente, le salvó la vida. No conseguía recordar, había negro en la memoria. Miró a su alrededor. Cerró los ojos respirando profundamente. Cuatro lágrimas colgaban de sus párpados. No quiso frenarlas como era el deber de un hombre, de un noble.
      Se hacía tarde. Cogió una lanza corta del suelo. Haciéndola servir de bastón se desplazó hasta otro pequeño promontorio que se erguía más al este. Las últimas luces desaparecían por las montañas de la boca del valle, la brisa fresca acariciaba su rostro encostrado de barro, sudor y sangre seca. Una vez arriba, se ocultó de los ojos del mundo tras los troncos de unos algarrobos.
      La noche, la gran bóveda destellante, era rasgada por el fuego murriano. Las gigantescas bombardas escupían su carga sobre los viejos muros de Vamurta causando enormes estragos. Descargadas de los rinocerontes, habían sido montadas sobre gruesas bases de maderas. Atadas con cuerdas del ancho de un olmo joven, el retroceso de las armas era así frenado, aunque la cadencia de fuego era baja. Contó, por los fogonazos, hasta diecisiete serpientes de bronce que abrían brecha en los muros y en los corazones de los hombres grises. El retronar y las llamaradas de esas armas causaban tanto daño como sus proyectiles. Las puertas de la Torre de Oriente, a pesar de su refuerzo de planchas de hierro, ardían.
      Desde su improvisada atalaya seguía una vez y otra las rutas y las frecuencias de las patrullas de murrianos que controlaban los accesos a la ciudad. Entendió que la única alternativa para alcanzar los muros de Vamurta era infiltrarse hasta llegar al paraje del Molino Toscado, arrastrarse entre las espigas de tallo largo, dejar pasar una de las patrullas y, cuando esta desapareciera, lanzarse a la carrera hasta el pie de los muros.
      Era un plan sencillo. Todo dependía de la rapidez y del sigilo con que actuara. Se deshizo de la coraza, de las grebas anchas y cinceladas, dejó caer el pesado cinturón de cuero, se despojó de la cota de malla. Cubierto con un jubón sencillo y calzas negras, descendió del montículo.
      A medida que avanzaba hacia las posiciones de los enemigos, una incómoda sensación de pánico lo atenazaba más y más. Cualquier ruido lo alertaba, el leve susurro de las aves entre las zarzas lo turbaba, se agachaba por nada, mirando a los lados. Sabía que si era capturado, su fin era seguro. Ya no pensaba en la suerte de los suyos. Solo pensaba en salvarse. Esclavo, sería un esclavo para el resto de sus días.
      Llegó hasta los olivos que precedían a las primeras espigas de los campos. El rugir de las bombardas le proporcionaba la suficiente cobertura para avanzar más rápido en la oscuridad. Corrió hasta el olivo más cercano, se paró. Estaba demasiado asustado, tenía que dominarse. Jadeaba como un cerdo. Corrió hasta esconderse tras otro árbol. Un poco más adelante empezaba el sembrado de cereales, abandonado precipitadamente, sin segar aún, donde podría moverse sin ser visto. Era mejor no pensar, recorrer aquel trecho, jugársela, y una vez allí, descansar.
      Así lo hizo, a paso rápido, corriendo a intervalos, sin vigilar, concentrando su mirada en las manchas puntiagudas de las espigas que se mecían con suavidad, levantando un leve rumor que se apagaba cuando la brisa dejaba de soplar.
      El último tramo lo cubrió en una carrera desgarbada, los brazos torcidos pegados a su cuerpo. Se dejó caer en el campo como un muñeco, se adentró un poco entre la cebada y escuchó con atención. Únicamente le faltaba cubrir un terreno de suelo baldío hasta los muros.
      Oyó retumbar el suelo, eran pasos, muchos. Una columna de murrianos se acercaba como un torbellino.
      Escondido y tumbado en el suelo los vio pasar y alejarse. Las antorchas de los enemigos se reflejaban sobre las láminas de sus delgadas armaduras, sobre los rostros, haciéndolos más feroces. No gruñían, no hablaban. Era el repicar de sus pisadas y el tintineo de sus armas lo que le hacía apretarse contra el suelo, apabullado.
      Entre las espigas entrevió los fornidos muslos, las piernas esculpidas en acero. Lo que sería la tibia de los hombres era una extremidad muy estrecha, que descendía hasta una especie de pie negro y duro, parecido a una pezuña hendida. Sobre esa potencia descansaban unos tórax estrechos y largos, cubiertos con pectorales de cuero y metal, de los que salían unos brazos largos y nudosos, de pelo escaso. Bajo los cascos bailaban los cabellos largos y claros que escondían las facciones de los murrianos. Rostros angulosos en extremo de piel color arena, bigotes felinos, ojos rasgados de cazador.
      Cuando la columna se alejaba pudo escuchar las voces de largas sílabas, estridentes, que emitían los murrianos. Solo comunicaban alguna orden, y aun así se estremeció. Ya estaba tan cerca...  Si conseguía volver, podría comer y dormir.
      Los ruidos se alejaron. Giró el cuerpo y se tumbó de espaldas. Respiró todo el aire de la noche de una sola bocanada.
      Ahora contemplaba el infinito vidrio oscuro del cielo, las estrellas aparecían y se escondían tras las grandes y alargadas nubes que como poderosas galeras cruzaban el firmamento absorbiendo la claridad de una luna titubeante. «Este es un buen lugar donde vivir —se dijo—, es mi corazón, mi tierra.» Aquella idea lo reconfortó, otorgándole suficiente fuerza para incorporarse de nuevo.
      Atravesó a gatas, con apenas luz, unos huertos arrasados, cerrados por paredes discontinuas hechas con pequeñas piedras, hasta llegar a un espacio donde crecían matorrales bajos y dispersos. Más allá se percibía la masa negra de la muralla de poniente, de la altura de doce hombres, hecha de formidables sillares encajados por el arte de los antiguos canteros de Vamurta. Se distinguían las pequeñas siluetas de los hombres de guardia recortadas contra un cielo casi negro, repartidos regularmente entre las almenas. Eran pocos porque la mayoría se encontraban detrás de las ruinas de la Torre de Oriente, listos para hacer sangrante la toma de la ciudad.


      En ese estado, entre el agotamiento y el retorno a una lucidez intermitente, el Heredero de Vamurta veía pasar ante sí imágenes y recuerdos cada vez más coherentes. Se preguntó por qué, tras tantos años de guerras, casi no conocían nada de aquella raza. Se decía que en las colonias, especialmente desde su independencia, hombres de todas las clases y murrianos convivían en un mismo territorio y, cada vez con mayor frecuencia, compartían negocios, creaban rutas de comercio entre ciudades y aldeas en las que las mezclas dejaban de ser un hecho aislado. En la inmensidad de su condado únicamente podía averiguar algo más de ellos por los prisioneros. No vivía en Vamurta un solo murriano, y en las alejadas marcas los contactos entre ambas civilizaciones eran poco frecuentes, casi siempre zanjados por la fuerza de las armas, con una violencia irracional.
      Desde niño le había llamado poderosamente la atención las testas de sus enemigos, esas pequeñas astas sobresaliendo entre una cabellera de pelo áspero y de colores pajizos; el rostro, encerrado por líneas romboidales; los ojos rasgados, normalmente amarillentos, a veces con un matiz de madera sucia; y sus pequeñas narices, orificios encajados entre sus largos bigotes, delgados y tensados como el cordaje de un laúd. De barbilla estrecha y boca carnosa, aquellos seres eran animales esbeltos y no muy altos, de corpulencia equivalente a un chico de diecisiete o dieciocho primaveras.
      Los murrianos estaban dotados de una resistencia colosal, siendo capaces de presentar combate tras recorrer distancias considerables, distancias que las piernas del hombre gris solo soportarían con intervalos de descanso. La pesadilla, la obsesión del Heredero era la velocidad de sus enemigos, superior a cualquiera de los hombres más jóvenes del condado.
      En combate, excepto los oficiales, los murrianos se protegían con pequeños escudos de madera reforzados por una capa de medio dedo de metal, sobre la que dibujaban los emblemas de las unidades. Los cascos, en forma de gota y con dos pequeñas aberturas, acababan en un guardanucas de tela acolchada y recubierta de una fina coracina de hierro. Los murrianos tenían la virtud de la disciplina, formaban una civilización comunal, donde cada paso, cada nueva idea surgía del grupo, no del individuo. Quizá era aquella su mayor virtud y ello se reflejaba en su organización militar. Protegidos con uniformes de cuero que les llegaban hasta media pierna y pectorales de lámina de acero, se ataban al cuello pañuelos de colores que ayudaban a identificar y movilizar las diferentes centurias en el caos de la batalla.
      Casi nunca escapaban ni se rendían, y era tarea improbable capturar esas bestias con vida.


      Ya se encontraba cerca de los muros, aplastado contra el suelo frío. La noche se desparramaba sobre los campos y la urbe, transformando las formas del día en un plano oscuro.
      Creyó distinguir un sonido nuevo y remoto. Escuchó con mayor atención. Cuando las bombardas callaban le llegaba un rumor, una vibración semejante a la de una gran manada de búfalos en movimiento. No era una alucinación, a pesar de su enorme sed y cansancio. Era la gente de su ciudad o el avance de un gran ejército. No, no, eran sus ciudadanos, se oían los llantos de los más pequeños, los ladridos de perros, voces de mujeres... ¿La ciudad huía hacia el mar?
      Decidió cubrir el último tramo también a la carrera. Ya no podía esperar mucho más. La patrulla murriana hacía un momento que había desaparecido hacia el oeste. Sin más razones que lo retuvieran, se lanzó al vacío del campo abierto levantando un revelador golpeteo con las sandalias, que repicaban contra la tierra arcillosa.
      Veía la pared de la muralla acercarse más y más, alta, inaccesible. Corría y algo lo desconcertaba. Dejó de correr. Ahora lo comprendía; por encima del silencio de aquel sector se levantaban los gritos de los soldados que, desde las almenas, lo coreaban.
      —¡Callad, callad! —Le faltaba aire, no tuvo suficiente aliento para gritar con fuerza.
      Por fin palpó las piedras, frescas, agradables. Apoyó la espalda en la muralla, ahogado.
      —¡Subidme! ¡Tiradme una cuerda, rápido! —gritó, sorprendido por la firmeza con la que había lanzado su demanda. »

      Vamurta novela épica



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